El mundo es una novela policiaca / La actualidad desde un punto de vista 'noir' / Espionaje, terrorismo y narcotráfico, crímenes, corrupciones y escándalos. Y las novedades literarias y cinematográficas en 'thriller' / Por Javier Valenzuela
Se despidió de los lectores de ese diario el 12 de noviembre
de 2012 con una evocación de dos amargos y redondos finales de la novele negra clásica: La llave de
cristal y El Largo adiós. Aquel post se llamaba Adiós, la chica se viene conmigo.
En los años 1980, la época en la que fui corresponsal en
Beirut y Rabat, viajé con frecuencia a la República Islámica de Irán. Era muy
difícil conseguir un visado de entrada, pero las autoridades de Teherán nunca
me lo negaron por el simple hecho de que en mis informaciones sobre la guerra entre Irak e Irán siempre subrayaba que Sadam Husein había sido el agresor. Era
una verdad que los medios occidentales tendían a ocultar.
El ambiente en
Teherán era febril. La fea capital iraní era a la par escenario de una
revolución de apenas pocos años de edad y una feroz guerra contra el vecino
iraquí. Vivía el ayatolá Jomeini, su régimen era entonces popular entre las
masas shiíes y todos los viernes se desarrollaban gigantescas manifestaciones
de hombres barbudos y mujeres enlutadas que gritaban contra Sadam y contra
América. Nadie parecía echar de menos a un Sha tiránico y cleptócrata.
Vi Argo
hace unas semanas. Me gustó. No tanto como para concederle el Oscar a la mejor
película que acaba de ganar, pero sí lo suficiente como para recomendarla
vivamente a todos aquellos a los que les gusta el cine basado en hechos
reales políticos y/o de espionaje. Es un buen thriller.
De la película
dirigida e interpretada por Ben Affleck, lo que más me convenció fue el
realismo casi documental de su ambientación en el Irán de los primeros años del
jomeinismo. El paisaje urbano y humano del filme me devolvió de inmediato a mis
viajes de entonces a Teherán. Pero aún más lo hizo la narración de lo difícil
que era salir de allí.
Si conseguir un
visado de entrada a Teherán era muy complicado, aún lo era más abandonar la
ciudad por el aeropuerto de Mehrabad. Por razones de guerra, los aviones
despegaban solo a primeras horas de la madrugada, y para acceder a ellos había
que superar tres controles de identidad y otros tantos registros del viajero y
su equipaje. El último, el de los pasdaranes,
era, como bien cuenta Argo, el más
angustioso.
La guardia
pretoriana del jomeinismo velaba no sólo por cuestiones políticas y de
seguridad, sino por cosas como que nadie saliera de allí con más dólares de los
que había declarado al entrar o con algún recuerdo del país que pudiera ser
considerado una antigüedad. Una vez me retuvieron durante horas por pretender
sacar una hermosa miniatura que me había regalado un amigo. Era una noche de
Ashura y la música del luto shií que atronaba la sala de interrogatorios de los
pasdaranes reforzaba la impresión de
pesadilla.
Argo recrea la historia de cómo en 1980 la
CIA, con ayuda canadiense, logró sacar de Irán a un grupo de estadounidenses que
habían escapado al asalto y secuestro de su embajada en Teherán. Buena parte de
su argumento es histórico, como ha señalado Vincent
Dowd en un reportaje para la BBC(Argo: The true story behind Ben Affleck's
Globe-winning film).
No obstante, Argo es una película y algunos de sus componentes esenciales son
fantasiosos o muy fantasiosos. Uno de ellos es cierta santificación del
principal servicio de espionaje exterior estadounidense. En una reciente reseña
del libro The
CIA in Hollywood, Tom Hayden ha denunciado la tendencia a
la glamourización de esta agencia en Argo y otros filmes recientes. “La CIA”,
escribe, “está colocando imágenes positivas sobre ella misma, es decir,
propaganda, en nuestros modos más populares de entretenimiento”.
Pero, claro, resulta
difícil que Hollywood dedique una película, y encima le dé el Oscar, a una
historia protagonizada por un diplomático canadiense. Así que anoche fue la
versión con heroísmo sobredimensionado de la CIA la que triunfó en Los Angeles.
En la noche del 1 al 2 de mayo de 2011, Barack Obama informó de que Bin Laden acababa de ser ejecutado por un comando estadounidense. Fue deliberadamente
breve y sobrio. No hubo en su mensaje televisado el menor atisbo de sonrisa
triunfalista.
Ahora, casi dos años después, la
ejecución extrajudicial del líder de Al Qaeda es el tema de dos extraordinarios
y perturbadores documentos.
Uno, periodístico, es la
historia del aún anónimo tirador de los Navy SEAL que abatió a Bin Laden en su
último refugio, en Abbottabad(Pakistán). Phil Bronstein, el reportero que la cuenta, le llama The Shooter, el tirador.
El otro, cinematográfico, es La noche más oscura (Zero Dark Thirty), el filme dirigido por Kathryn Bigelow que compite por cinco
Oscar en la ceremonia de este fin de semana.
Se ha discutido mucho sobre las realistas
escenas de tortura de La noche más
oscura. A los
estadounidenses patrioteros les molestan porque explicitan algo que todos
sabemos: la tortura -practicada por agentes norteamericanos o subcontratada a
terceros, en Irak, Afganistán o Guantánamo, con la bendición de Bush o los
reparos de Obama- es un instrumento habitual de la CIA en su lucha contra Al
Qaeda. A otros, en cambio, esas escenas les disgustan porque creen verlas como
una justificación del uso de la brutalidad en la búsqueda de informaciones
sobre el paradero y los planes de Bin Laden y los suyos.
Más allá de ese debate, la película de
Bigelow es relevante por su rareza en la cinematografía estadounidense. Contada
de un modo austero y sombrío, deja al espectador –o al menos, me dejó a
mí- un regusto amargo y triste. No hay en ella banderas estadounidenses
flameando victoriosamente, ni planos ralentizadosde soldados
caminando hacia la cámara con la sonriente satisfacción del deber cumplido, ni
discursos carismáticos de sangre, sudor y
lágrimas desde la Casa Blanca.
La
noche más oscura es la narración de un trabajo sucio: la mayor caza de un
ser humano de la historia. Un trabajo que sólo puede concluir con la muerte del
fugitivo. Un trabajo ineludible para los que lo realizan: Maya, la
agente de la CIA empecinada en seguir la pista que terminó con el descubrimiento
del refugio de Bin Laden, y los 23 miembros del comando de verdugos de los Navy
SEAL.
Diversos elementos subrayan esa asepsia casi
documental. El más obvio, la narración con gafas militares de visión nocturna del
asalto de la casa de Abbottabad, a las 00:30 horas, las Zero Dark Thirty del título original. Otro,
lo que ha sido llamado iconofobia
del filme: el hecho de que, por ejemplo, Bin Laden apenas salga de refilón.
El guion de La noche más oscura está basado en la realidad, en documentos secretos y testimonios de personas que no
desean difundir su identidad.
Casco del Shooter. Center for Investigative Reporting
Phil
Bronstein tampoco da el nombre del protagonista de su reportaje The Shooter, una de las exclusivas
periodísticas más importantes de los últimos tiempos. Publicado en la web del
Center for Investigative Reporting, convertido asimismo en un cortometraje de
animación y reproducido por la revista Esquire,
el reportaje de Bronstein cuenta la historia del soldado que le descerrajó tres
tiros en la frente a Bin Laden.
Resulta
que Bronstein, ex corresponsal en Filipinas, América Latina y Oriente Próximo y
hoy presidente del Center for Investigative
Reporting (CIR), una organización de Berkeley
(California) consagrada al periodismo de investigación, se hizo amigo del anónimo tirador en el transcurso de un trabajo
sobre los problemas de los veteranos de guerra norteamericanos. Bronstein
y The Shooter compartieron muchos
tragos de whisky escocés antes de que el hombre que mató a Bin Laden diera su
permiso para que el periodista contara su historia.
Así
describió la ejecución: “Le disparé dos veces en la frente. ¡Bap, Bap!
La segunda según estaba cayendo. Se encogió en el suelo frente a su cama y le
disparé otra vez ¡Bap! En el mismo sitio. Estaba muerto. No se movía. Tenía la
lengua fuera. Le miré mientras daba sus últimos suspiros”.
The Shooter, cuenta Bronstein, es un tipo corpulento y divertido que, tras 16 años de
leales servicios, dejó voluntariamente los Navy SEAL. Hoy está en paro, sin pensión
ni cobertura sanitaria y con serios problemas de salud.
En el Ejército le despidieron de este modo: “Estás fuera del servicio, tu cobertura
se ha acabado. Gracias por tus 16 años de servicio”. The Shooter comprendió el mensaje: “¡Ahora que te jodan!”.
“Malko miró el
horizonte desértico que se extendía ante ellos: de allí, cual jinetes del
Apocalipsis, podían surgir las hordas islamistas en cualquier momento. Su
misión naufragaba”. Gérard de Villiers escribe estas líneas en la última entrega de S.A.S., su longeva serie de novelas de espionaje protagonizada
por Malko Linge, un trotamundos austríaco al servicio de la CIA. Publicada en octubre
de 2012, esa última entrega se titula Panique à Bamako, y lleva este subtítulo:
Qui stoppera les Islamistes en route pour Bamako?
Ahora sabemos que François Hollande es la
respuesta a tal pregunta. Los soldadosfranceses enviados a Malí por Hollande han detenido a los envalentonados yihadistas
en ruta hacia Bamako y los han desalojado de Tombuctú y Gao, enviándolos de
nuevo a las arenas del Sáhara. Desde ahí seguirán dando guerra, sin duda.
Soy lector de Gérard de Villiers
desde mis tiempos de Beirut, a mediados de los años 1980, pero nunca lo he confesado
por escrito. Si lo hago ahora es porque The
New York Times, enun largo
artículo de su suplemento semanal, The Spy Novelist Who Knows Too Much, ha desvelado la principal razón por la que unos cuantos periodistas, diplomáticos y espías del planeta
leemos en secreto a De Villiers desde hace décadas. Sus novelas, señala Robert
F. Worth, el autor del artículo, siempre están basadas en el conflicto
internacional más candente del momento, y contienen una cantidad extraordinaria
de información tanto sobre los actores e intereses en juego como sobre los usos
y costumbres de la zona donde se desarrollan.
De
Villiers, un parisiense de 83 años, tiene muchísimos otros lectores (se calcula
que las novelas de la serie S.A.S.
han vendido unos 100 millones de ejemplares en todo el mundo). Supongo que la
mayoría son varones porque este pulp-fiction
francés está asimismo repleto de sexo y violencia hasta niveles pornográficos.
No seré yo quien discuta que De Villiers es machista y colonialista, clasista y derechista, de todo punto “políticamente
incorrecto”. También es cierto que la calidad de sus textos no le llega a la
suela de los zapatos a John Le Carré y que en glamour están muy por debajo de
Ian Fleming. Y sin embargo…
Desde marzo de 1965, fecha de la aparición deS.A.S. en Estambul, De Villiers ha escrito cada año cuatro o cinco
entregas de la seria protagonizada por Malko Linge, y ahora está ultimando la
número 197. Su punto fuerte es el trabajo de campo. Recoge información sobre el terreno como un
reportero de la vieja escuela, y le añade una buena dosis de información confidencial
que obtiene de sus muchos amigos espías, gente de la CIA, la DGSE, el Mosad y
otros servicios.
De Villiers es muy bueno para sintetizar enrevesadas
situaciones políticas y bélicas, de modo que no es inútil que el reportero enviado
a Pekín, Caracas, Moscú, Jerusalén, Johannesburgo o Beirut se lleve el libro
correspondiente de la serie S.A.S. junto
con la documentación ortodoxa.
Por ejemplo, Panique à
Bamako retrata muy bienla atmósfera de una capital de Malí donde
no manda nadie y sobre la que en cualquier momento pueden caer los yihadistas
cual plaga de langostas.
Aparece el capitán Sanogo, el jefecillo
de la junta militar que, en marzo de 2012, depuso al presidente Amadu Tumani
Turé. Samogo, según acaba de informar el diario Le Pays, de Uagadugú, sigue acantonado cerca de Bamako y no ha
renunciado a su pretensión de gobernar Malí. “A su pesar, el jefe de la ex
Junta ve desfilar por el suelo de Mali a soldados extranjeros”, escribe Le Pays. “En el colmo de la ironía, han
venido a socorrer al pueblo maliano en el papel que hubiera debido corresponder
a un Ejército nacional minusválido, dividido y desbordado”.
Y,
por supuesto, están los yihadistas. Una constelación de ellos acompañaba a los
victoriosos guerreros del MNLA en la ofensiva de comienzos de 2012. Integrados
por tuareg, árabes y negros, fueron los
locos de Dios los que terminaron haciéndose con el control de Tombuctú, Gao y Kidal, e
imponiendo en esas ciudades del desierto la barbarie salafistade la destrucción de
monumentos, la quema de manuscritos y los azotes y ejecuciones de hombres y
mujeres poco fervientes en la fe islámica.
Malí es hoy un
país tutelado por Francia, escribe JeuneAfrique, y cabe imaginar que va a tener que ser así durante un tiempo. Pero
esa es otra historia.
Worth, el autor del perfil del New York Times, estuvo con De Villiers en
París. Lo visitó en su casa de la Avenue Foch, repleta de artefactos eróticos y
armas de guerra, y luego se fueron a comer ostras y beber Muscadet a un
restaurante. De Villiers no le negó que sus novelas les sirven a sus amigos de
las agencias de espionaje como buzones para depositar ciertas informaciones y
mensajes. Interesante, ¿no?